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Micaela

Bueno Micaela, tengo que contarte tu historia, ha estado guardada en la penumbra de mi memoria, esperando para ser narrada. Era una noche caliente de verano, el aire se sentía espeso, yo aguardaba en la habitación, ansiosa, alumbrada solamente por la tenue luz de una vela gastada, la ventana estaba abierta pero el cuarto seguía sintiéndose asfixiante. Oía murmullos en la otra habitación, me acerqué a la puerta media abierta, y ví admirada la imagen de tu madre dando a luz, en cuclillas, con una trenza desparramada en su hombro, tenía un trapo en la boca apretado por sus dientes y su cuerpo lleno de sudor. Con ella estaba la comadrona, Doña Elvira, quien asistía los partos de todas las criaturas en Santa Clara. Era una mujer de apariencia débil, canosa, iba acompañada por un olor a hierbas y humo todo el tiempo. De esto han pasado ya casi 40 años, pero todavía recuerdo a esa mujer con sus largas faldas negras, quien me obligaba a ayudarla a asistir los partos de algunas de las empleadas de la hacienda, a escondidas de mi padre, por supuesto; quien de haber sabido esto, la hubiera mandado a quemar; esos eran otros tiempos, cualquiera que curara con hierbas o hablara de magia, era bruja y la mandaban a la hoguera. Doña Elvira era respetada y temida por sus hechizos y conjuros, nadie la veía directamente a los ojos, sus pies arrastraban muchas historias… Te ves ansiosa Micaela, ten paciencia, a mi edad la mente me juega muchas vueltas.Tu madre, Elena, tenía el pelo fino, largo y negro, era delgada y pálida. Nunca supimos de tu existencia, hasta que tu madre a la hora de la cena dejó un charco de agua en su silla, mandaron a llamar a Doña Elvira, y a todos los patojos nos mandaron a los cuartos a dormir. La imagen de tu madre se quedó grabada en mi mente, incrustada en mis pensamientos, es como si la estuviera viendo otra vez en su dolor. Luego de unos cuantos pujones, apareció lo que parecía una cabeza peluda, eras tu; chiquita y arrugada, roja y peluda. Pero a los ojos de tu madre, eras la criatura mas linda de la tierra. La comadrona era quien ponía los nombres a los niños, por eso en Santa Clara habíamos muchas Marías, Rosas, Pedros y Franciscos. Pero tu fuiste la excepción, cuando tu madre te puso en su pecho por primera vez dijo que te llamarías Micaela, feo nombre para una criatura, pero iba con tu apariencia. Mi padre subió rápido pero cuando se enteró que ya había nacido su primer nieto, bajó desilusionado al ver que era mujer. Creo que ahora ya no se arrepiente que no te pudiera llamar Rodrigo, como él siempre deseó, porque el poco tiempo que estuviste con nosotros, él te trató como si fueras hombre. Lástima que no pudiste conocer a tu mamá, era como tú, no se quedaba callada nunca, preguntaba todo. Algunas personas no nacemos para estar aquí mucho tiempo. Ese era el destino de tu mamá, estar contigo solo por poco tiempo. Al morir ella, yo era la más grande de las hijas y la locura de mi mamá le impedía hacer el trabajo de madre, así que tuve que empezar a criar un bebé. No sabía que hacer, pasabas con hambre y sucia mucho tiempo. Yo te dejaba en tu moisés, y me iba a cabalgar. Cuando la nana se dio cuenta, ella decidió cuidarte. Pero un día al regresar me dijeron que te habían llevado, no me dijeron quién. Y así fue como llegaste y te fuiste de mi vida, como la luz de las estrellas fugaces en el cielo.