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Soledad

Se despertó angustiada, sabía que ya era momento, su corazón latía con fuerza debajo de ese cuerpo débil que había aguantado tanto; tenía miedo, sabía que estaba sola en este mundo y que en ese preciso momento de su vida, no había quien sostuviera su mano o limpiara su frente. Se levantó con dificultad de la cama que la envolvió durante los ocho años mas tristes de su vida, sostuvo con una mano su cintura, tenía la sensación de quebrarse a la mitad últimamente. Arrastró los pies hasta que llegó al baño, lavó su cara, recogió su pelo con una trenza bien apretada; se paró debajo del agua fría, con cuidado de no mojar su cabeza. Esas gotas que mojaron su cuerpo la hicieron recordar una tarde de lluvia que, junto a su padre, decidieron probar agua de nube; dejó escapar una sonrisa, seguida por muchas lágrimas.

Secó su irreconocible cuerpo con una toalla gris con olor a lavanda, que inmediatamente penetró hasta su alma y su mente la hizo visualizar su antiguo cuarto; un espacio inmenso donde su cama quedaba floja, pero donde fue muy feliz, recordó el balcón, que era lo que más nostalgia le producía y aquella vista al mar, el sonido que la arrullaba por las noches de desvelo. Por las mañanas, su madre entraba al cuarto y con un beso la hacía abrir los ojos, sacaba su ropa limpia y olorosa a lavanda, precisamente por eso, del baño donde se encuentra en este momento sufriendo, voló hasta los años donde fue dichosa junto a su familia. Su madre se tomaba la tarea de llenar sus gavetas con lavanda y por eso ama ese olor.

Regresó a su cuarto, sacó un sostén de su armario y mientras luchaba para acomodar sus senos, recordó: “pobre mija, usted nació con la maldición de los Reyes” decía su abuela, refiriéndose a los grandes atributos de las mujeres de su familia. Pensó que ahora están más grandes de lo que recordaba. Se sentó a la orilla de su cama, desnuda, con las piernas abiertas. No recordaba cómo llegó a este momento, una cadena de episodios explotaron hasta que la llevaron ahí, pero ella no los recordaba; quiso escapar y no pudo. Nunca en su vida se sintió más sola que en este momento, mientras su útero se contrae y sus manos tiemblan de temor; ni aún en el cementerio, mientras vio la tierra caer sobre su amante, sus padres, sus abuelos, sus hermanos y sus amigos; se sintió tan miserable como en este preciso instante.

Mientras se para en cuclillas, sosteniéndose de una vieja silla de madera, trata de recordar cómo quedó tan sola, cómo perdió todo y a todos; sus pies tienen la sensación de caminar sobre arena, recuerda los besos interminables bajo la puesta del sol. ¿Cómo pudo dejar todo eso atrás? Huyó de sus recuerdos que se sentían como cuchillos atravesando su corazón pero se sienten aún más fuerte las heridas que le hace la nostalgia.

Apretó duro sus labios, cerró los ojos y con la poca fuerza que quedaba en su interior, pujó. Entre sus manos resbaladizas sostuvo a su hija, el llanto la hizo abrir los ojos y en ese cruce de miradas supo que no estaba sola. Se dejó caer en la cama con ella, con la tijera de costura de su abuela cortó el cordón hasta que dejó de latir; “así será para siempre Soledad, hasta que mi corazón deje de latir, me separaré de ti” susurró.