Mi fascinación por las letras empezó en el estudio de mi papá, uno lleno de libros de todo tipo y en la esquina, la icónica máquina de escribir donde él pintaba letras con aquella tinta vieja. Cuentos, cartas de amor a mi mamá, poemas a sus hijas, críticas al gobierno; todos estos fantasmas quedaron en ella. Y su sonido peculiar acompañó las noches cuando su ausencia llenó mi vida.
En una de esas libreras de cedro viejo, con el característico olor a madera entre las páginas amarillentas, encontré un pequeño libro de portada café. En letras doradas leí: “Cien Años de Soledad”. Sola como me sentía, pensé que el destino quería que leyera ese libro, sin imaginar al mundo que estaba por entrar con tan solo doce años de edad.
Debo aclarar que esta crítica no la estoy haciendo con los ojos de esa niña perdida y medio huérfana, sino la hago desde mi quinta vez leyendo esta magnífica obra, mi favorita y con un poco de experiencia literaria.
Gabriel García Márquez es el autor del libro que menciono, que quizás ni es necesario aclarar y cuando catalogo este texto como crítica, no quiero que usted, querido lector, piense que voy a desvelar algo negativo de esta novela, al contrario, quiero resaltar lo positivo. Del autor, un exponente del realismo mágico, no me queda más que exponer mi admiración; un hombre con una habilidad para las palabras e imaginación, como ningún otro. Este Nobel ha sido uno de mis autores favoritos y ha sido la inspiración de muchos textos míos, desde hace veinticinco años cuando lo encontré en la biblioteca que me heredó mi padre.
De “Cien Años de Soledad” considero que debería de agregarse una advertencia al principio: “De empezar a leer, usted no querrá regresar a su mundo real”. Porque ese es exactamente el efecto que tienen estas páginas en manos del lector. Uno inicia con “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Y luego, envuelto entre esas mariposas amarillas, llega al final en un parpadeo “(…) porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Entre ambas oraciones, uno vive en Macondo, con su calor infernal, oliendo el campamento de los gitanos, hamacándose en los corredores llenos de vegetación, murmullos y secretos de la casa de los Buendía.
Y es que el Gabo nos va presentando con lujo de detalles escenarios, personajes, situaciones, que meten al autor en una vida que bien pudiera ser real; y en esa confusión, uno vive atormentado por los problemas de esta numerosa familia y la dificultad de dejar responsabilidades para continuar con la nariz perdida en esas palabras. Esa imaginación tan característica del autor colombiano nos lleva a un mundo mágico, inventado por él para nosotros los lectores; palabras que nacen de su imaginación, que él ha logrado reunir en una obra maestra.
Sola, como los personajes de esta novela, he leído este libro con admiración. Con el deseo de algún día poder escribir algo similar, que mis lectores no quieran salir de esas páginas llenas de todo aquello que el Gabo nos da, sin que nosotros supiéramos que lo necesitábamos. Pero ahora que ya lo hemos leído, no podemos dejar de hacerlo…
La complejidad de la lectura no limita la fluidez de la historia, con un buen árbol genealógico en mano, uno puede llegar al final sin perderse de la descendencia de esta familia a la que nos introduce el autor y que nos adopta como uno de ellos. Entre historias magníficas, el Gabo nos va encariñando con personajes y lugares, para después darnos un giro y movernos los pies de esa tierra irreal que todos queremos conocer.
Es un libro que yo recomiendo leer varias veces en la vida, porque en cada etapa encontramos un mensaje diferente, el cual no se lo revelaré, sino que dejaré que usted, querido lector, lo investigue a lo largo de su vida, mientras recorre las calles lodosas de Macondo.