Así con el corazón roto como estaba, se levantó de su cama, caminó encima de la ropa sucia que tapaba la alfombra del suelo; arrastró su cansado cuerpo al baño, quiso sentarse sobre el inodoro, pero las rodillas le fallaron, el alma la botó. Se sentó en el frío azulejo blanco, descansó la espalda en la pared y con las rodillas recogiendo sus lágrimas, cerró los ojos y se imaginó hace veinte años, con los ojos cerrados bajo el sol, sobre la arena tibia y el sonido de las débiles olas de ese mar celeste que la vio sonreír.
Recordó las manos ásperas sobre sus muslos y los labios suaves sobre su mejilla, las noches de verano con él, bajo las frías sábanas blancas donde se buscaban y se encontraban entre gemidos y suspiros. Sintió de nuevo el olor dulce que la rodeada cuando la abrazaba y ella se sumergía en esos brazos que la protegían del mundo, de las tristezas y desilusiones.
Con los poemas de Bécquer despertó un sinfín de mañanas, entre besos y abrazos; y hoy despertaba con el dolor en su corazón, con las ganas de vomitar y con los ojos hinchados de llorar hasta quedarse dormida. Regresó a su cama, desordenada y sola. Y para regresar en el tiempo, abrió su gaveta de la mesa de noche, sacó su diario; un pequeño cuaderno blanco con negro, buscó entre las páginas marcadas con trazos morados y ahí estaban, un par de palabras que la regresarían al momento exacto donde fue feliz: Jueves 19 de noviembre de 2004.
